lunes, 24 de enero de 2011

La paradoja de la educación surcoreana: gran éxito en los resultados e insatisfacción generalizada de los estudiantes.

Paradoja escolar en Corea del Sur

El rapidísimo avance del país en la clasificación de PISA choca con el estrés y la insatisfacción de los alumnos, obligados a ir a clase hasta 11 horas al día

En la víspera de la presentación del informe PISA 2009 repasamos el éxito educativo de Corea del Sur en las últimas décadas y pedimos al sociólogo Julio Carabaña las claves para interpretar los resultados del estudio internacional

Por: José Reinoso

Cada vez que se publica el informe PISA de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), los ojos se vuelven con asombro hacia Corea del Sur, cuyos alumnos se sitúan habitualmente entre los primeros puestos del mundo en este estudio trienal que registra los conocimientos de los jóvenes de 15 años en matemáticas, ciencias y lectura. Medido por PISA, el país asiático tiene uno de los mejores sistemas educativos del mundo, y los surcoreanos están orgullosos de él. Pero al mismo tiempo nadie en Corea del Sur parece estar contento. Es lo que algunos especialistas denominan la paradoja de la educación surcoreana, donde el gran éxito en los resultados va ligado a una insatisfacción generalizada.

En las últimas décadas, el país asiático ha hecho una fuerte inversión en educación, ya que considera los estudios una garantía esencial de su futuro económico. La formación es vista en Corea del Sur como la vía imprescindible para el progreso individual y nacional, lo que desemboca en una dedicación exhaustiva de los alumnos y una gran competitividad para, llegado el momento, acceder a las mejores universidades, y, luego, a un buen matrimonio. Matemáticas, ciencias, lengua coreana e inglés son consideradas las asignaturas más importantes.

En 1945, cuando la península coreana se liberó de 40 años de colonialismo japonés, solo el 22% de los adultos sabía leer y escribir. En las décadas de 1950, 1960 y 1970, los sucesivos Gobiernos surcoreanos -la península fue partida en el Norte y el Sur en 1948- dieron gran importancia a la educación, conscientes de que había que compensar la falta de recursos naturales con capital humano. En los sesenta, la riqueza media de Corea del Sur era comparable a la de Afganistán. Pero para finales de los ochenta, uno de cada tres surcoreanos que finalizaba el colegio proseguía estudios superiores, más que en Reino Unido en aquel momento, según Aidan Foster-Carter, sociólogo experto en el país asiático en la Universidad británica de Leeds.

Unos cuantos datos ayudan a comprender la situación. Casi la totalidad (el 98%) de los surcoreanos de 25 a 34 años ha finalizado la educación secundaria, mientras que entre sus compatriotas 20 años mayores la cifra es del 55%, según datos de la OCDE. El 58%, además, ha recibido algún tipo de formación superior; un cambio extraordinario en tan solo una generación, ya que Corea del Sur tiene una de las proporciones más bajas en la OCDE de gente entre 55 y 64 años con estudios superiores.

Aunque Corea del Sur invierte mucho en educación, gran parte proviene de las familias. El gasto en educación pública por estudiante es inferior a la media de los países de la OCDE, según el último informe Panorama de la educación. En el caso de la Secundaria, es de 7.860 dólares por alumno en paridad de poder de compra, frente a la media de 8.267 dólares en la OCDE.

Parte del éxito del sistema se debe a la calidad de los profesores, que son contratados entre los mejores de cada promoción. Pero, sobre todo se debe, según algunos especialistas, a las largas jornadas escolares. Los niños van a clase hasta 11 horas cada día, y, luego, presionados por los padres, tienen que dedicar más horas en casa a los libros. No es raro que estudiantes en los años previos a la entrada en la universidad regresen a casa a medianoche, tras sesiones extras de estudio. Gran parte de los alumnos asiste a academias privadas tras el colegio -las llamadas hagwon- para mejorar sus resultados académicos. En muchos casos, acuden a varias al mismo tiempo, en función de la asignatura. En la sociedad coreana, si un joven no va a una buena universidad es natural que no encuentre trabajo.

El precio que pagan los chicos por el éxito del sistema es alto. Su nivel de estrés es el mayor de la OCDE, y son los menos felices. Los niños estudian 49,4 horas a la semana, frente a una media en los diferentes países de 33,9 horas, y su índice de felicidad es de 65,1 respecto a un valor medio de 100. Tienen poco tiempo para jugar y dormir. Según un informe hecho público en agosto pasado por el Ministerio de Educación surcoreano, solo uno de cada dos niños contesta que sí cuando se le pregunta si es feliz, y uno de cada seis dice que se siente solo.

El resultado es un gran número de suicidios entre los estudiantes de Primaria, Secundaria y Bachillerato: superó los 200 el año pasado, un 47% más que en 2008. En parte, por no haber logrado puntuaciones suficientes en los exámenes escolares.

Y luego está el coste. La educación primaria es gratis, pero no a partir de ahí, lo que somete a las familias a una gran presión financiera. En Seúl, gastaron el año pasado una media de 522 dólares (unos 395 euros) al mes en educación privada, casi el 16% de sus ingresos. Entre los profesores, también existe descontento, aunque están bien pagados. Se sienten infravalorados, y dicen que las clases están masificadas y los estudiantes están, a menudo, agotados por las clases extras. La memorización, el aprendizaje orientado a los hechos, la enseñanza autoritaria y una falta de énfasis en la creatividad son características del sistema.

Corea del Sur es una de las superpotencias en educación. Como la industrialización, es otro de sus grandes éxitos. Pero es un éxito agridulce, en el que los distintos actores están enzarzados debatiendo cómo mejorar el sistema.

Fuente: Diario El País (España). 06/12/2010.

domingo, 9 de enero de 2011

La crisis como origen de un nuevo orden. Entropía, sujetos de diálogo y fin de las certidumbres.

Pedagogía del caos

Autora: Esther Díaz (Doctora en filosofía)

El primer principio de la termodinámica postula que la energía total del universo se mantiene constante, no se crea ni se destruye, se transforma. Pero el segundo principio estipula que si bien la energía se mantiene constante, está afectada de entropía. Es decir, tiende a la degradación, a la incomunicación, al desorden. La enunciación del principio de entropía conmocionó a una ciencia que tenía como uno de sus principales bastiones la capacidad de predecir de manera determinista. Y, tan pronto como se conoció la tendencia al caos, se pensó en la autoaniquilación del universo [i]. No obstante, existen posturas científico-epistemológicas optimistas, porque el caos no implica necesariamente la destrucción definitiva del sistema afectado. Del caos puede también surgir el orden. Mejor dicho, un nuevo orden.

Ilia Prigogine, Premio Nobel de Química 1977, considera que se pueden esperar nuevos equilibrios surgidos de situaciones críticas, caóticas o que tienden a la incomunicación. Prigogine llega a esta conclusión a partir de sus estudios sobre estructuras disipativas. Se trata de sistemas altamente desordenados en los cuales la conducta imprevisible de un elemento del conjunto puede conducir a una reestructuración armónica. Estos sistemas de reintegración de fuerzas han sido estudiados, entre otras disciplinas, en la física, la química, la informática, la biología y las ciencias sociales [ii].

Pensemos una situación de crisis como la que se vivía en la decadencia del Imperio Romano. En medio de terribles fluctuaciones sociales comenzó a cobrar volumen una de las tantas sectas orientales que circulaban por el Imperio. Entre las escuálidas ruinas de un mundo que se derrumbaba surgieron tímidos brotes de subjetividades renovadas. La secta cristiana, una más de las tantas que pululaban entonces, se propagó de manera subterránea. No obstante, para la caída del Imperio, los cristianos contaban con una organización que les permitió constituirse en una fuerza de magnitud insospechada. Lo que se inició como dispersión, logró imponerse a las inveteradas costumbres romanas. Estamos frente a un caso de legalidad surgida de células sociales aparentemente incomunicadas entre sí.

Las estructuras disipativas abren una posibilidades de nuevas lecturas sobre la pedagogía. Pues, cambiando lo que hay que cambiar, también en los procesos educativos se producen situaciones que amenazan con ser caóticas. Pero que contienen entre sus propios elementos las condiciones de posibilidad para un cambio positivo. Obviamente, que una propuesta de este tipo implica un cambio de perspectiva respecto de la manera tradicional de pensar la educación. Pero tal vez también en esto convendría escuchar a Prigogine. Quien asegura que si revirtió los conceptos clásicos de la ciencia, no fue porque se lo haya propuesto a priori, sino porque estudiando el devenir de diferentes procesos, llegó a la conclusión que no siempre los procesos irreversibles conducen a un camino sin salida; que no se puedan revertir no necesariamente implica que se agoten. Pueden surgir nuevas posibilidades. O, dicho de otra manera, nuevas oportunidades[iii].

En otras épocas se sostenía que la pedagogía debía conducir a la perfección del ser humano. En plena época tecnológica y digital, esos valores evidentemente están siendo descartados. Hoy el ideal del “hombre ilustrado” le está dejando su lugar al ideal de la capacidad de aprender. Antes el conocimiento se acumulaba, ahora se descarta. Mejor dicho, se aprenden cosas que en poco tiempo dejan de tener vigencia. Por ejemplo, los programas de computación que “envejecen” tan pronto como se los comienzan a manejar con cierta soltura. Se trata entonces de estar abiertos a nuevas capacidades e informaciones, más que a la adquisición definitiva de los conocimientos.

El paradigma del mundo como un gran texto que debe ser leído de manera lineal, siguiendo una cadena de causas y efectos, se desvanece en favor de la realidad como un hipertexto con varias entradas. Actualmente, el mundo de los argumentos debe compartir espacios con las imágenes. La pantalla convive con el libro; la escritura con el mundo de las imágenes; y la concisa realidad cotidiana con la sugerente realidad virtual. Es verdad que la actual intoxicación de información trae aparejados varios incovenientes, pero no deja de aportar sus ventajas. Es un inconveniente, por ejemplo, la “desaparición del tiempo”. La mayoría de los contemporáneos activos nos quejamos por la falta de tiempo. La simultaneidad informática y mediática nos obliga a reacciones instantáneas y nos aleja de la reflexión. Además, la desaparición de las distancias y el surgimiento de comunicaciones compulsivas nos incitan a integrarnos a diferentes redes informáticas (E-mail, Internet, fax, sumados a las comunicaciones ya tradicionales como el correo, el telégrafo y el teléfono).

Las formas humanísticas de la meditación y la crítica han entrado en crisis. Pero la crisis no necesariamente desemboca en caminos sin salida. Nos estamos enfrentando con desafíos pedagógicos desconocidos hasta el presente. Indignarse por lo que una época histórica dejó detrás puede ser legítimo. Pero no ayuda a recuperar lo perdido, ni ayuda tampoco a interactuar con las nuevas formaciones culturales. La reflexión pedagógica no puede, o no debe, prescindir de las realidades actuales. Nuestro presente ha generado una episteme polifacética. Los territorios de cada disciplina de estudio ya no están determinados de manera férrea. Los márgenes epistemológicos de las distintas ciencias se flexibilizan y sus corpus se hacen más complejos.

Por otra parte, en ética se asiste a una pluralidad de códigos. Cada vez se presta más atención al respeto por la diferencias y a la posibilidad de aceptar (al menos en teoría) las posturas ajenas por disímiles que sean a las propias. Las actuales prácticas sociales, científicas y morales le exigen a la pedagogía teorías acordes con la época que nos tocó vivir. La consideración del conocimiento y de las subjetividades como construcciones históricas no puede dejar de lado la incidencia del azar y de la libertad. Tampoco la posibilidad de las crisis o del caos. Hemos arribado al fin de las certidumbres. La naturaleza y el ser humano distan mucho de ser previsibles. Pero ello no impide estudiarlos ni conocerlos. Exige, más bien, tratar de comprenderlos no ya como objetos de estudio, sino como sujetos de diálogo. Estamos en el umbral de un nuevo capítulo de la historia de la pedagogía. Nuestro desafío, entonces, es pensar, discutir y construir esta disciplina científica en continuo proceso de cambio: una pedagogía de lo previsible, pero también del devenir - en última instancia - una pedagogía del presente que no reniega del pasado pero que apuesta al futuro.

[i] Jorge Luis Borges, en “La doctrina de los ciclos”, lo expresa de esta manera: “Esa gradual desintegración de las fuerzas que componen el universo, es la entropía. Una vez alcanzado el máximo de entropía. Una vez igualadas las diversas temperaturas, una vez excluida (o compensada) toda acción de un cuerpo sobre otro, el mundo será un fortuito concurso de átomos. En el centro profundo de las estrellas, ese difícil y mortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de intercambios el universo entero lo alcanzará y estará tibio y muerto. La luz se va perdiendo en calor; el universo, minuto por minuto, se hace invisible. Se hace más liviano, también. Alguna vez, ya no será más que calor: calor equilibrado, inmóvil, igual. Entonces habrá muerto.” (Obras completas, Buenos Aires, Emece, 1989).

[ii] Cfr. PRIGOGINE, I. y STENGERS, I, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza, 1983.

[iii] Cfr. PRIGOGINE, I., El fin de las certidumbre, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1996.

Fuente: Página de Esther Díaz.